LA VISIÓN Y LLAMADO DEL PROFETA ISAÍAS
Edme a qui yo ire señor.
El profeta Isaías experimenta un
momento difícil en su vida, ha muerto el rey Uzías (amigo y familiar) y con él
probablemente la bonanza del reinado. El profeta enfrenta un tiempo de
incertidumbre y ansiedad.
Ante esta situación decide ir al templo y allí tiene un encuentro con Dios,
donde es llamado y transformando por el poder de Dios. Hay ciertos momentos en
la vida dónde sólo una experiencia con Dios nos alienta a seguir adelante, esto
le sucedió al profeta Isaías. Veamos este interesante estudio
LA VISIÓN Y LLAMADO DEL PROFETA ISAÍAS
“…Y voló hacia mí
uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar
con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto
tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado. Después oí la voz
del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces
respondí yo: Heme aquí, envíame a mí”, Isaías 6:6-8.
Ante la
presencia de Dios nuestro pecado es manifiesto. El mismo Isaías lo expresa así:
“Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de
labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis
ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”.
El contexto nos dice que
los serafines están adorando a Dios. La palabra serafines significa ardientes,
son los que están al frente del trono en su presencia rindiendo continua
adoración (Es imposible estar en Su presencia y no adorar. Su nombre
“ardientes” nos recuerda el fuego que alimenta el corazón de un adorador).
Adoran declarando tres veces Santo, el número tres en la Biblia indica:
plenitud, perfección en testimonio. Es una adoración al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo.
Un encuentro con la
santidad de Dios es fundamental, pues le podemos conocer como Dios proveedor,
Dios salvador, Dios restaurador, pero no como Dios Santo; la adoración nos hace
conscientes de su santidad. El templo es afectado por la presencia del Dios Santo
(“Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y
la casa se llenó de humo”, Isaías 6:4).
Recordemos que su gloria lleno el tabernáculo, el templo de Salomón, y así
mismo nosotros como templo de Dios debe ser estremecido (sobrecogido,
conmovido) con Su presencia.
Su santidad y
misericordia requieren la disposición del corazón humano, pues vemos que Isaías
reconoce su condición, y su necesidad (Aunque ya estamos en el capítulo
6).
Dios ministra a sus hijos, trayendo para ellos sanidad, libertad y
restauración. Dios envía un serafín con fuego del altar celestial (el altar es
lugar de sacrificio, lugar de la sangre vertida para perdón de pecados).
El fuego
consume (la madera, el heno y la hojarasca), purifica (quita las impurezas del
oro) y aviva el corazón apagado. Es el fuego que descendió cuando se consagró
el tabernáculo, cuando se ofreció el templo de Salomón, es el fuego que
descendió sobre el monte Carmelo cuando Elías derrotó a los sacerdotes de Baal,
es el fuego el que hace huir a la serpiente (cuando Pablo estaba en la isla de
Malta), pero la tibieza las atrae (por eso se refugian en casas de humanos y
aún en sus camas).
Ante la misericordia de Dios, nuestro corazón debe responder dispuesto (“Heme
aquí, envíame a mí”, Isaías 6:8). No era tiempo de entristecerse, ni caer
en depresión por la ausencia del rey, era tiempo de ir y hacer la voluntad de
Dios
Era el tiempo de cumplir con la comisión divina, Isaías debía ir y profetizar,
ir y declarar la Palabra de Dios. De hecho Isaías significa “Jehová es
salvación”, Dios lo había llamado a servirle como profeta, y el Señor lo
ministra y lo envía.
Reflexión
final: Dios quiere enseñar a
cada uno de sus hijos, él quiere revelarse, darse a conocer como él es, él es
santo y quiere ministrarnos con su fuego y quemar aquello que no debe estar en
nosotros… quiere tocarnos y usarnos, quiere cumplir su plan en nosotros.
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